Necesitamos en primera instancia a la madre, padre, familia; luego a docentes, compañeras y compañeros de clase, y en todo este proceso, la reiteración “si no encontramos pareja, no seremos nadie”, claro, no dicho directamente, pero escuchado y percibido porfiadamente, frases, preguntas y comentarios con respecto a nuestra vida. ¿ya tienes novio? ¿y cuándo te casas? ¡ya se quedó en la percha!
Crecemos, las mujeres, sin habilidad para estar solas, como si la soledad fuera un castigo o un destino fatal al que debemos huir de cualquier manera, ya sea por medio de encuentros forzosos o por búsquedas presionadas de algún hombre “que se haga cargo de nosotras”. En otras circunstancias, cuando de forma libre y espontánea encontramos un compañero amoroso que camine junto a nosotras, es fácil que se generen vínculos de dependencia de su compañía, de su voz, de sus criterios; esto, por supuesto sin llegar a extremos de sometimiento que se viven en los conocidos círculos de la violencia, en donde la dependencia es tan fuerte que ni siquiera el amor por la propia vida se sobrepone al miedo a la soledad. En fin, se nos enseña desde pequeñas que nuestra meta es tener un compañero que nos vea, nos proteja, nos mantenga y, en el mejor de los casos, que nos quiera. Es tanta la repetición de esta imagen que conforme pasan los años, se vuelve un imperativo.
Después, dependemos de la compañía de los hijos y las hijas; ocupan de tal forma nuestro pensamiento que de hecho, si se trata de tomar decisiones, ellos están en primero, en segundo y en tercer lugar; y cuando no están, otra vez nos sentimos solas. En realidad, lo que sentimos es desolación. Estar solo o sola significa estar sin compañía, no significa estar triste o afligida, es decir estar desolada. Existe una diferencia esencial entre la soledad, como carencia involuntaria o voluntaria de compañía y la desolación, que al provenir del verbo desolar (asolar), significa causar a alguien una aflicción extrema, destruir, arrasar.
Como dice Marcela Lagarde, a las mujeres nos han enseñado a tenerle miedo a la libertad, a tomar decisiones, a la soledad. Es como si las mujeres solas no pudiéramos hacer la vida. Confundimos a diario la soledad y la desolación, no nos damos tiempo para encontrarnos, para aprendernos, para descubrir que el eje de nuestra vida somos nosotras mismas.
Es necesario que las mujeres aprendamos a disfrutar la soledad como un estado privilegiado para desarrollarnos y fortalecernos como personas, para cimentar nuestro eje con el fin de que nadie pueda desestabilizarlo, porque tener un tiempo para nosotras solas no es egoísmo sino derecho inequívoco; saborear la soledad, este es el medio para desechar la desolación.
Ver artículo de fuente: Marcela Lagarde, La Soledad y Desolación.