La guerra en el cuerpo
En la semana que pasó, el cuerpo de una maestra fue encontrado en un aljibe. Esa fue la represalia por no haberse dejado violar. La escena es horrenda y sin embargo tan común que el relato podría servir para más de un caso. Es que no es un hecho aislado, ni siquiera un crimen común. La antropóloga e investigadora Rita Segato lo tipifica, directamente, como un genocidio que tiene focos pero no fronteras. Porque para ella el género, por definición, es violencia. Una violencia ancestral pero permanentemente aggiornada, fundadora de todas las estructuras de poder.
Por Roxana Sandá
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Ser mujer en Latinoamérica es peligroso. Los femicidios de Ciudad Juárez y Guatemala, los crímenes de mujeres en El Salvador, en Mar del Plata, Río Negro o el conurbano bonaerense y la aparición de cuerpos mutilados de mujeres pobres hablan de nuevas formas de violencia que emiten mensajes en varios sentidos. Hacia las víctimas potenciales, alimentándoles un miedo innombrable, y hacia otros agresores, como si en cada violación o muerte provocadas estimularan las redes de un poder invisible. “Para el género no hay paz”, advierte la antropóloga argentina Rita Segato, profesora del Departamento de Antropología de la Universidad de Brasilia, que investigó las torturas y asesinatos de Ciudad Juárez. Y esa concepción cruenta del sexo sobre los cuerpos de las mujeres aparece bajo formas específicas de represión que atraviesan los genitales femeninos. “Todavía estamos en la prehistoria patriarcal de la humanidad”, dirá Segato.
¿Qué función cumple la violación en los actos de violencia contra la mujer?
–Cuando analicé la situación de Ciudad Juárez me pregunté por qué en estas nuevas formas de guerra es tan importante secuestrar, torturar, demolir, desmontar, deshacer el cuerpo de la mujer mediante la agresión sexual. Pero, cuidado, es un gran equívoco llamarlos crímenes sexuales. Es una agresión por medios sexuales pero no con objetivos sexuales. El deseo sexual es algo totalmente diferente. La respuesta es porque a partir de la agresión sexual a esa mujer, se ataca al otro. Los femicidios en el Congo, por ejemplo, son la destrucción genital de las mujeres. Porque en el imaginario patriarcal, que es hegemónico y en el cual estamos todos enredados, la destrucción del cuerpo de la mujer es la desmoralización no tanto de aquélla sino de los hombres que deberían ser capaces de tenerla bajo su tutela, de protegerla.
¿Esto habla de una guerra moral?
–De una guerra moral muy fuerte en este mundo de guerras no convencionales. La estrategia de la desmoralización del enemigo es central y la práctica para desmoralizar a ese enemigo es la usurpación y la destrucción sexual del cuerpo de sus mujeres.
¿Hablar de la “destrucción sexual” a través de la violación es literal?
¿Desde qué punto de vista?
–Que la violación signifique la destrucción moral de la mujer es una idea patriarcal que se tragaron los feminismos, que acataron muchos conceptos puritanos y que es un error. La violación no es un crimen sexual, sino un crimen que lastima, mata, deja daños permanentes, que formula la sexualidad de una forma que las mujeres no percibimos. Es la lección patriarcal de la sexualidad. Por supuesto, no es bueno ser violada porque deforma otras posibilidades de la sexualidad, que es secuestrada para el patriarcado. En todo caso, la violación es el suicidio moral del violador, no del violado. Que estés muerta moralmente porque tuvieron acceso sexual a tu cuerpo es una imagen patriarcal que nos inculcan. Para las mujeres esto no es así: la vida sigue.
¿Por qué se refiere a un estado mundial de guerras no convencionales para enmarcar este tipo de violencia?
–Tenemos un escenario de nuevas formas de la guerra que no sólo se da en Latinoamérica. Ya no se trata de dos ejércitos, sino de una guerra difusa y generalizada que asume formas diferentes, como la guerra Estos grupos insurgentes contestatarios, las guerras maras, las mafias, las guerras de la policía contra los pobres y los no blancos, que son las nuevas formas del autoritarismo estatal. Estas situaciones dependen del control de los cuerpos, sobre todo del cuerpo de la mujer, que siempre tuvo una gran afinidad con el territorio. Y cuando el territorio se apropia, se lo marca. Sobre él se colocan marcas de la nueva dominación. Siempre digo que el cuerpo de la mujer fue la primera colonia.
¿Qué ocurría con los cuerpos de las mujeres en los períodos de “guerras convencionales”?
–El vencedor tomaba el espacio físico y el cuerpo de mujer era contiguo y continuo al territorio. Había una transferencia histórica en ese cuerpo de mujer. Hoy, la destrucción por medio de formas de crueldad es práctica rutinaria, y ponerles nombre es central para poder exigir investigaciones pormenorizadas y para crear vocabularios. Es imprescindible su separación de los crímenes comunes. El género es una máquina genocida y los jueces participan del género. Son hombres, nadan confortablemente en la atmósfera hegemónica patriarcal. Y para el género no existen tiempos de paz.
En su investigación sobre los femicidios en Ciudad Juárez, se refiere a esas marcas como “la escritura en el cuerpo de las mujeres”.
–En todo esto el cuerpo de la mujer cae porque es el lugar donde se emite, donde se escribe ese mensaje de “yo puedo más, yo te destruyo moralmente”. Porque esa destrucción del cuerpo femenino es entendida como una subordinación moral de todos aquellos hombres que no participan de ese acto salvaje comunal de la fratría masculina. Es una estructura nueva en este período histórico. En ese sentido, Ciudad Juárez es paradigmática en esta guerra difusa de confrontación, de competición entre mafias que son un paraestado y que pueden tener más poder que las instancias estatales. En definitiva, se trata de un mismo fenómeno: la opresión de las mujeres. Estoy de acuerdo con el discurso feminista cuando sostiene que la violencia contra la mujer tiene que ver con las relaciones de género.
¿Aparecen como formas específicas de represión?
–Y que pasan por los genitales femeninos, por su sexualidad. Aunque también se manifiestan como formas de represión sobre el cuerpo de hombres que son colocados en una posición femenina. Como el caso del policía norteamericano que en 1997, tras detener a un inmigrante haitiano en una calle de Nueva York y llevarlo a la comisaría, le introdujo un palo de escoba en el recto, provocándole graves lesiones. También están los ejemplos de abuso y tortura de prisioneros encarcelados en la prisión de Abu Ghraib, en Irak, como dominación expresada en términos de intrusión sexual en el cuerpo masculino, que es la feminización de ese cuerpo bajo la forma de destrucción moral.
Lo que describe parece la explosión de la ilusión de la modernidad…
–Claro. Infelizmente, la buena definición del Estado como espacio neutro donde todos entran con sus demandas y reivindicaciones no es lo que se observa. El caso específico de las mujeres es considerado un apartado, un capítulo secundario de los grandes temas universales. Falso. Mi libro, Las estructuras elementales de la violencia, no es sobre violencia de género sino sobre cómo el género es violencia y esa violencia es la fundadora de todas las otras formas de violencia. Es la fundadora de un edificio completo, jerárquico de expropiación para construir poder y, por lo tanto, violento.
¿Podría mencionar una escena fundante?
–La relación hombremujer, la primera escena familiar donde emerge el sujeto, es una escena fundadora de lo que llamo la prehistoria patriarcal de la humanidad. Pienso que todavía estamos en la prehistoria, con una concepción cruenta del sexo, hasta poder superar el patriarcado. Con la modernidad, el espacio doméstico se privatizó, fue pulverizado. No existe posición peor para la mujer que la familia nuclear.
En los últimos tiempos, desde diferentes sectores de poder, se hizo visible una política marcada de dominio de los cuerpos de las mujeres.
–El año pasado terminé de escribir el libro Cerrando filas, religión y política hoy, que trata sobre el control de los cuerpos en las religiones. Estamos en una época de paradigmas fundamentalistas en la política. La tendencia fundamentalista del Islam también es fortísima en el cristianismo. Hay una presión para que las políticas se encuadren dentro de un paradigma de elaboración de signos de identificación y que esos signos sirvan para cerrar filas en diferentes sociedades. En el fundamentalismo católico, toda la guerra sobre el aborto, sobre el control de la natalidad no es moral ni doctrinaria, sino política. Ese cuerpo de la mujer debe manifestar que tiene dueño. Es el enlatamiento de las identidades, y tiene que ver con la fuerza de las políticas de la identidad en este momento. Plantar una bandera desde una perspectiva fundamentalista y territorial de la política no tiene una razón moral, sino de dominación fuerte.
En sus trabajos propone tipificar los casos de femicidios de Ciudad Juárez o Guatemala como un nuevo tipo de genocidio.
–La invención del genocidio como lo conocemos hoy, no es simplemente el ingreso de un ejército a un pueblo para pasar a cuchillo a todos sus miembros. Es un exterminio programado y a veces a largo plazo. Si observamos ese exterminio como absolutamente racional –y no soy yo quien lo dice sino Hannah Arendt–, esa posibilidad de planificar el genocidio como una máquina burocrática es moderna y comienza con la conquista de América.
¿Qué herramientas deberían pensarse para instrumentar esa categoría?
–Existen pocas instancias jurídicas en el campo de los derechos humanos que puedan ser utilizadas por cortes importantes. Debe generarse la eficacia simbólica de la Justicia y crear categorías de genocidio. Crear nuevas formas de blindaje, de autodefensa. Nuevas formas de sensibilidad ética que tomen en cuenta las modalidades operativas de destrucción sobre el cuerpo de la mujer, que son diferentes de los llamados crímenes comunes. Hay un gran genocidio de género. En este período particular, los pueblos del mundo deberían exigir que se realicen investigaciones y se juzgue a quienes planifican hacer la guerra en el cuerpo de las mujeres.